SANTA TERESITA DEL NIÑO JESÚS (1873-1897): EN EL DIA DE SU FESTIVIDAD LITÚRGICA


Monseñor Pedro Laxague presidirá la Santa Misa, desde las 19, en el templo parroquial de Villarino 460.

La santa más popular de los tiempos modernos y también la menos vistosa; arropada incluso por una piedad llena de bonísimas intenciones, la fuerza interior de esta alma ha impresionado a los contemporáneos.

Sólo la fuerza interior, porque de puertas para afuera, una más en el Carmelo normando de Lisieux: callada, obediente, gris, débil de cuerpo, que ni siquiera gozaba de buena reputación entre sus compañeras y sus superiores.

Nunca hizo nada extraordinario, nunca se movió de su sitio, un convento cualquiera en un rincón de provincias; las estadísticas se estrellan en su figura; aquí no hay nada que contar, nada periodístico, llamativo, brillante.

Se limitó a seguir lo que ella llamaba el caminito, «la petite voie». Adorar, rezar, sufrir, trabajar, obedecer, encomendar. Su reino pertenece a lo invisible, a lo sobrenatural, y murió ignorada de todos.

La gran santa de los últimos siglos vivió de espaldas al relumbrón de la modernidad, conjurando con su entrega silenciosa el estruendo diabólico que nos rodea.

Sólo después de su muerte su libro, "Historia de un alma", y sus milagros la hicieron famosa, y la Iglesia la ha hecho patrona de las misiones.

Asombroso patronazgo suyo, al menos a primera vista; la pobre monjita de Lisieux patrona de la actividad misionera, motor de la evangelización, ella, de horizontes humanos tan cortos, sin medios, sin dinero, sin salud. Sólo poniéndose en manos de Dios para todo y no conformándose con menos.

De El Evangelio del Día

BIOGRAFÍA

Santa Teresita del Niño Jesús nació en la ciudad francesa de Alençon, el 2 de enero de 1873; sus padres ejemplares eran Luis Martin y Acelia María Guerin, ambos venerables. Murió en 1897, y en 1925 el Papa Pío XI la canonizó, y la proclamaría después patrona universal de las misiones. La llamó «la estrella de mi pontificado», y definió como «un huracán de gloria» el movimiento universal de afecto y devoción que acompañó a esta joven carmelita. Proclamada "Doctora de la Iglesia" por el Papa Juan Pablo II el 19 de Octubre de 1997 (Día de las misiones).

«Siempre he deseado, afirmó en su autobiografía Teresita de Lisieux, ser una santa, pero, por desgracia, siempre he constatado, cuando me he parangonado a los santos, que entre ellos y yo hay la misma diferencia que hay entre una montaña, cuya cima se pierde en el cielo, y el grano de arena pisoteado por los pies de los que pasan. En vez de desanimarme, me he dicho: el buen Dios no puede inspirar deseos irrealizables, por eso puedo, a pesar de mi pequeñez, aspirar a la santidad; llegar a ser más grande me es imposible, he de soportarme tal y como soy, con todas mis imperfecciones; sin embargo, quiero buscar el medio de ir al Cielo por un camino bien derecho, muy breve, un pequeño camino completamente nuevo. Quisiera yo también encontrar un ascensor para elevarme hasta Jesús, porque soy demasiado pequeña para subir la dura escalera de la perfección».

Teresita era la última de cinco hermanas -había tenido dos hermanos más, pero ambos habían fallecido-. Tuvo una infancia muy feliz. Sentía gran admiración por sus padres: «No podría explicar lo mucho que amaba a papá, decía TeresIta,  todo en él me suscitaba admiración».

Cuando sólo tenía cinco años, su madre murió, y se truncó bruscamente su felicidad de la infancia. Desde entonces, pesaría sobre ella una continua sombra de tristeza, a pesar de que la vida familiar siguió transcurriendo con mucho amor. Es educada por sus hermanas, especialmente por la segunda; y por su gran padre, quien supo inculcar una ternura materna y paterna a la vez. 

Con él aprendió a amar la naturaleza, a rezar y a amar y socorrer a los pobres. Cuando tenía nueve años, su hermana, que era para ella «su segunda mamá», entró como carmelita en el monasterio de la ciudad. Nuevamente Teresita sufrió mucho, pero, en su sufrimiento, adquirió la certeza de que ella también estaba llamada al Carmelo.

Durante su infancia siempre destacó por su gran capacidad para ser «especialmente» consecuente entre las cosas que creía o afirmaba y las decisiones que tomaba en la vida, en cualquier campo. Por ejemplo, si su padre desde lo alto de una escalera le decía: «apártate, porque si me caigo te aplasto», ella se arrimaba a la escalera porque así, «si mi papá muere no tendré el dolor de verlo morir, sino que moriré con él»; o cuando se preparaba para la confesión, se preguntaba si «debía decir al sacerdote que lo amaba con todo el corazón, puesto que iba a hablar con el Señor, en la persona de él».

Cuando sólo tenía quince años, estaba convencida de su vocación: quería ir al Carmelo. Pero al ser menor de edad no se lo permitían. Entonces decidió peregrinar a Roma y pedírselo allí al Papa. Le rogó que le diera permiso para entrar en el Carmelo; el le dijo: «Entraréis, si Dios lo quiere. Tenía ‹dice Teresita‹ una expresión tan penetrante y convincente que se me grabó en el corazón».

En el Carmelo vivió dos misterios: la infancia de Jesús y su pasión. Por ello, solicitó llamarse sor Teresita del Niño Jesús y de la Santa Faz. Se ofreció a Dios como su instrumento. Trataba de renunciar a imaginar y pretender que la vida cristiana consistiera en una serie de grandes empresas, y de recorrer de buena gana y con buen ánimo «el camino del niño que se duerme sin miedo en los brazos de su padre».

A los 23 años enfermó de tuberculosis; murió un año más tarde en brazos de sus hermanas del Carmelo. En los últimos tiempos, mantuvo correspondencia con dos padres misioneros, uno de ellos enviado a Canadá, y el otro a China, y les acompañó constantemente con sus oraciones. Por eso, Pío XII quiso asociarla, en 1927, a san Francisco Javier como patrona de las misiones.

Por Cora Marín, «Alfa y Omega»

Nota del editor

Recordamos, desde toda la vida, lo que significó la parroquia Santa Teresita del Niño Jesús.
Fuimos a ella –ubicada en un principio en la capilla del Colegio La Inmaculada, ya centenario, en Berutti al 300, exactamente a tres cuadras de nuestra casa, en Thompson 343-  desde muy niños.
Vivimos allí, y en la casa parroquial adyacente, buena parte de la niñez y la primera juventud.
Allí, al decir de un entrañable amigo, Santiago, que lo ha sido y es durante todo los años que hemos vivido, “aprendimos la fe”. 
Nos vino del recordado padre (Juan) Mesquida Oliver, el primer párroco. Y en no poca medida, de Agnes Lazzarini, que nos enseñó el catecismo de antes (ese de las 90 preguntas y respuestas), junto a dos de nuestras tías, Chela y Nelly, que también enseñaron allí por esos tiempos.
No podemos olvidar nuestro paso por los aspirantes de la Acción Católica Argentina, lugar desde el cual intentamos trasmitir algo de aquello que supimos conocer.
Fuimos monaguillos, durante años, cuando todavía había pocas concelebraciones, reservadas a los funerales que eran “comunes” por esos tiempos, entremezclados con no poco misterio, mientras nos tocaba ser ¿“turiferarios”?, y revolear ese elemento en el que el incienso se mantenía exhalando su particular perfume.
Por esos caminos que señala la vida, alguna vez dejamos de ser eso (aspirantes o monaguillos) para transitar un tanto los vericuetos de un consejo arquidiocesano de la JAC.
Pero siempre estuvimos cerca, como para disfrutar a pleno de aquello que fue la lucha del padre Mesquida por el nuevo templo y estar precisamente allí cuando se bendijo y pasó a ser la sede de la parroquia.
Algún día, en el quinto mes del ’59, se fue el padre Mesquida (fuimos los últimos en confesarnos con él), a gozar del premio que tenía prometido por su acción apostólica.
Por nuestro oficio, pasamos días y años, hora por hora, fuera de la ciudad, pero supimos siempre que hubo (y lo habrá) un lugar asociado íntimamente a todos los momentos, gratos o no tanto, de la vida.
Hoy, a 75 años de la creación de la parroquia, tenemos tan presente las vivencias que nos dejó la parroquia, como para pensar que el tiempo no pasó. A  ella (la parroquia), le debió su nombre Teresita, nuestra hermana mayor, que se fue al cielo en el 2000.
Allí, una vez, en una lluviosa mañana del ’56, despedimos al “nono” (José), cuando fue llamado a la Casa del Señor.
También allí, recordamos, fue el bautismo de los chicos mayores (y de Renata, nuestra nieta); y, también, el lugar donde el abuelo  y "bisa" de ellos (Ernesto) fue lector y ministro de la Eucaristía, hasta sus últimos años.
Evocamos, a los padres Broilo, Sarrionandía, Baltabur y Fernández Arlt, que fueron “tenientes curas” del padre Mesquida. Pero también a Eugenio Bossetti y Jorge Koening (este último por más de 40 años) que le sucedieron como párrocos.
Nos encontramos, hoy en día, con el padre Roberto (Buckle), que le da continuidad desde hace 10 años ya, a esa misión de cuidar, con particular celo, la parroquia, sus fieles, y la enseñanza de la fe, aquello que se nos inculcó cuando éramos muy niños.
Este lunes (1 de octubre), nos convoca la misa de la festividad litúrgica. Que será a las 7 de la tarde, presidida por el obispo auxiliar la arquidiócesis, monseñor Pedro Laxague; y concelebrada por sacerdotes que han sido parte de la historia parroquial.
Será, esa (como la procesión y misa del sábado 6), una cita de honor, con los mejores recuerdos y, por encima de todo, con la certeza de que allí, en la parroquia de toda la vida, junto a Santa Teresita, supimos cómo desenvolvernos en la vida. Si lo cumplimos (o probablemente no) lo sabremos cuando se nos llame a compartir (y eso deseamos) la vida eterna que corregirá, si Dios así lo permite, nuestros errores.

Luis María Serralunga

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