RECORDANDO A DON ERNESTO (SERRALUNGA), "MI VIEJO"
Era un día como hoy (30 de
junio), pero domingo. Muy frío, pero con un sol radiante.
Habíamos estado, como otras
veces, en el incómodo lugar “reservado”, por entonces (a la intemperie), a familiares de internados
en terapia intensiva del Hospital Municipal, reconocido centro de salud de la
ciudad, más allá del citado imponderable.
Sobre mediodía, alcanzamos la
breve oportunidad de ver al abuelo Ernesto (Serralunga), cercano ya a sus 98
años, en la que sería la última vez.
Dos horas después, poco más o
menos, nos llegó la noticia que, no por posible por obvias razones, nunca era
deseada: el abuelo (de los chicos), mi papá, se había ido hacia ese destino
para el que decía estar preparado y tener asumido.
Una rara coincidencia hizo que
fuera el último que pasó por la sala y se acercó a tener un momento a solas con
él. Extrañamente porque, por diversas razones, había sido quien más desencuentros había tenido por años (porque él no había entendido que la profesión
elegida para la vida era mi verdadera
pasión, que me prolonga en la actividad 55 años después de haberla iniciado). Había
sido, sí, la ocasión para vivir, más intensamente, el desasosiego que provoca
toda partida.
Si el domingo aquel, diez años
atrás, en el 2002 fue luminoso, aún en la tristeza, debe haber sido porque para
él -que se iba a unir a Panchita (mi
vieja); a Teresita y a María (sus hijas, mis hermanas); a sus papás (José y Ermelinda,
mis abuelos) y a sus hermanas (Victoria, Pepa, Ida, Chela, Nelly, Irma, Yuya y
Coca, mis tías tan entrañablemente queridas), como así a sus hermanos (Tito y
Lalo, mis tíos)- ese día marcó la puerta de entrada hacia aquel aquello en que creyó toda la
vida, como es el paso a la gracia eterna que tenía prometida.
Luis María Serralunga, en homenaje
a “mi viejo”.
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