A MABEL, 51 AÑOS DESPUÉS DE NUESTRO CASAMIENTO…
Recuerdos
y valoración de una gran mujer.
Cincuenta
años, cuatro meses y una semana pasaron, desde el 5 de febrero de 1965 hasta el
12 de junio de 2015.
Todo
ese tiempo, aunque parezca mentira, se me ha pasado, con los recuerdos y las
imágenes, por mi corazón y mis ojos, como si hubiera sido ayer.
En
un tórrido día de verano, llegamos, 51 calendarios atrás, a las 7 y media de la
tarde, ante el altar de la iglesia del Inmaculado Corazón de María.
Con
misa de esponsales, oficiada por el entonces párroco, el claretiano Juan
Ciurana, hicimos, ante Dios, nuestras familias y nuestros amigos la promesa de
vivir juntos, Mabel y yo, “hasta que la muerte nos separe”, asistiéndonos en
los momentos difíciles y disfrutando de todos los instantes felices de una
larga vida.
Unos
días atrás, fui a la iglesia de la calle Zelarrayán al 700, como buscando
encontrar algo de aquello que nos llevó hasta allí casi aquel 5 de febrero.
Por
esas cosas que extrañamente, o no, suceden por estos tiempos, el templo estaba
en penumbras, con muy pocas fieles rezando el Santo Rosario. Supongo que era en
la espera de la misa del atardecer.
Me
fui con el pensamiento triste y feliz a la vez. El lúgubre espacio, por un lado,
con la pequeña lucecita indicando que allí, en el sagrario, estaba la presencia
del Señor. La idea y la seguridad, también, de que ese templo resplandeció,
aquel 5 de febrero, por la bellísima presencia de quien ingresó como mi novia y
con la que nos fuimos ya como esposos.
Se
me cruzaron, desde entonces hasta hoy, 5 de febrero también, pero de este 2016,
un sinfín de vivencias compartidas con la mujer más encantadora que Dios quiso
poner en mi camino.
Y
pude actualizar algún concepto, ya desgranado en otras ocasiones, en alguna de
mis páginas y en la red social más frecuentada, a la que muchos observan pero
en la que muy pocos –casi nadie sería mejor expresado- se detienen para
expresar una opinión.
Esto
viene a cuento porque, ya en más de una vez, he hecho mención a algo que no
puedo, aunque me esfuerce en intentarlo, “silenciar”, definitivamente, al
escribir, acostumbrado como estoy a hacerlo en mi condición de periodista,
ejercida durante toda la vida.
No
hace mucho, supe que en cierto momento
-y esto fue dicho por Mabel en sus últimos tiempos, al ángel que el cielo envió para cuidarla- que mi relación con ella
no era “bien vista” en su familia.
Eso
explicaría muchas cosas que sucedieron andando los años.
Pero
hay algo que no sólo se roza con aquella situación. Seguramente, quienes
aquello pensaban, nunca tuvieron la más pálida idea de lo que era Mabel en el
más amplio sentido y desde todos los puntos de vista.
Ella,
que cultivó el “bajo perfil”, en la misma medida, o más aún, que mi alta
exposición pública, propia de mi oficio y también de mi interés por la función
política (nunca partidaria), superaba con creces todo aquello que pudiera ser
imaginable.
Ávida
de conocimientos, superando aquello que yo podía bucear por mi trabajo;
naturalmente inteligente; de un espíritu
inclaudicable; y de una virtud de luchadora sin par (que superó adversidades),
fue la imagen más patente de aquello que es propio de quien tiene un objetivo
bien claro de su misión en la vida y de la mejor forma de cumplirlo.
Mabel
eligió para sí la mejor opción (seguramente no la más cómoda): ser la madre,
por excelencia, de nuestros cinco hijos; y hacer por ellos, día tras día,
aquello que contribuyera a educarlos y formarlos.
Con
amor sin límites, luchó y luchó, por medio siglo, afirmada en su profunda fe y
su amor al prójimo, cumpliendo aquel mandamiento esencial para una mujer
creyente y fiel cumplidora del compromiso asumido aquel 5 de febrero de 1965.
No
le fue fácil la vida y supo afrontarla desde el amanecer hasta el ocaso de cada
jornada. Como si eso fuera poco, estuvo dispuesta, cuando las circunstancias lo exigieron, como alma de nuestra pequeña familia, para compartir los momentos en
que, “de fiesta”, si esa fuera la expresión, participó acompañada por los suyos
propios e iluminada con su permanente sonrisa, que la hacía más hermosa aun de
lo que naturalmente era.
Su
fuerza personal, le ayudó para superar adversidades. Su inmensa dulzura, hizo
el resto para que quienes formaron su entorno más íntimo, el nuestro, el de la pequeña familia que ella generó, se sintieran respaldados siempre.
Quienes
siendo de su origen no entendieron nunca los valores que rodearon la
personalidad de Mabel, nunca tendrán idea formada de cuánto sufrió ella por las
“ingratitudes” que provocaron su no poco desasosiego.
Un
claro ejemplo la mostró de cuerpo y alma: eligió no ir a misa, algunas veces,
porque la reclamaba la atención de los suyos, algo que le fue siempre prioritario.
Y aun así, tuvo su tiempo para colaborar, por mucho tiempo, en la preparación
de la misa diaria, en la iglesia cercana a nuestra casa.
Ensimismada
siempre en lo que fue su meta, sólo se permitió cumplir un sueño acariciado por
años: ir a Italia y confesar, en la Plaza San Pedro, en El Vaticano, que si ese
fuera su último paso, se iría gratificada.
Todo
esto que es un sentimiento acunado por años en mi corazón, está dicho para
enaltecer la imagen de quien 51 años atrás, se convirtió en la esposa
admirable, y la madre y abuela ejemplar, que es orgullo para nuestros hijos y
nuestra pequeña descendencia. Tenía una decisión tomada, como yo, y por eso ambos
nos elegimos y acompañamos, mutuamente, durante toda la vida. De ninguna
manera, y doy gracias a Dios por ello en todo momento, pude encontrar en mi camino a alguien
más bonita y más dulce que Mabel.
No
tengo duda alguna de que ella, como en el atardecer de un día como hoy 51 años
atrás, se sentirá feliz en el cielo. Nos protege desde allí, como lo hizo
siempre aquí, para todos los tiempos…
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