ROBERTO YAÑEZ: UN HOMENAJE A LA AMISTAD

Recuerdos, a 16 años de su partida…

Hay momentos en que es mucho más fácil recordar el pasado que no vivir el presente.

Este, en la tarde de este jueves (27), es uno de ellos.

Desde hace algunos días, tengo presente una fecha como ésta, pero 16 años atrás.

Es que ese día, del año 2000, puedo decir porque estoy seguro que es así, Dios llamó a uno de los amigos entrañables que me ofreció el tránsito, de la infancia y la primera juventud, por el que sin lugar a dudas, y de esto también puedo dar fe, fue algo así como mi segundo hogar: la parroquia Santa Teresita del Niño Jesús, radicada primero, desde sus albores, en la calle Berutti al 300 (porque principió su vida apostólica en el templo del Colegio La Inmaculada (allá por año ’37) y recaló 20 años después, en Villarino 460, en el que es, “aggionarda” por su feligresía, una de las iglesias más hermosas de la ciudad.

Eran los tiempos del padre (Juan) Mesquida, el primer párroco, que dejó esta tierra muy poco después de ser convertido en realidad su gran sueño, el de la obra a la que dedicó, junto a su misión pastoral, buena parte de sus desvelos. Eso ocurrió en mayo del ’59.

Pero la historia es otra.

En los movimientos de Santa Teresita (que le daban vida, hora tras hora a la parroquia) hubo una pareja (así se le diría hoy) que fue afianzando allí lo que se convertiría en un matrimonio ejemplar, de esos que tuve la inmensa gratificación de frecuentar.

A ella, Elbita (así, en diminutivo) Albertini la conocía de antes, porque su mamá (Rosita) tuvo una gran amistad, de esas imborrables, con “Panchita”, mi vieja, por entonces joven como ella. 

A él, lo conocería andando el tiempo. Unos cuantos años mayor, en la época en que las diferencias parecían acentuarse, entre los niños, casi adolescentes, y los mayores. En la Acción Católica, unos eran los aspirantes; otros, los jóvenes.

Hubo, aun así, un tiempo para acercarnos, achicando la brecha.

Si de recuerdos un tanto banales, en comparación con otros, se tratase, podría decir que a Elbita se la reconocía por la cautivante voz con la que cantaba el “Ave María” en los casamientos. 

A él, además de por otros motivos más valederos, lo recuerdo  como centro delantero del equipo de fútbol de la parroquia, en aquellos duelos clásicos frente al de Pompeya, en la inmensa cancha del barrio Santa Martín. Siempre tuve presente, también, su vínculo laboral con la Casa Herrro, de la calle Gorriti.

Los caminos bifurcados de la vida, nos llevaron por lugares diferentes, como ocurrió con algunos otros amigos de la edad primera.

Pero siempre, siempre, tornamos a aquellos sitios en los que “amamos la vida”… y mucho más, la fe.

Hubo un instante, corriendo el año 1989, que contuvo tuvo una particularidad muy especial, que nada que ver. Viniendo hacia Bahía Blanca desde el Centenario (Neuquén) de su residencia, un accidentes rutero puso en grave peligro la vida de María Inés, mi hermanita menor, quien era todavía una niña cuando dejé mi casa paterna para vivir, y lo fue por más de 50 años, con Mabel, el amor de mi vida.

Ese destino imposible de sortear, llevó a María Inés al Hospital Italiano de la ciudad de Buenos Aires, en la esperanzada búsqueda del alivio para su salud.

Fue entonces que, muy temprano cada mañana, aquí, me encontraba con él, el amigo de siempre, cuando rogaba, en la misa matutina del día, por la recuperación de mi hermanita. 

Cotidianamente, en la Basílica del Sagrado Corazón de Jesús (Don Bosco) me instaba, después de su consulta, a fortalecer la fe en que la niña mimada de mi familia, entonces mujer de sólo 36 años, iba a poder volver a su profesión y a la formación de sus tres pequeños hijos, mis sobrinos.

Por aquellos designios de la Providencia, no fue así, y el 9 de septiembre de aquel año, Dios quiso que María Inés se fuera, muy tempranamente, a gozar de la Gracia Eterna que tenía ganada por sus virtudes.

Aun así, y en medio del dolor infinito por su partida, desde entonces y para siempre, me quedaron grabados aquellos instantes de ruegos compartidos con el amigo de siempre en la casi absoluta soledad de aquella iglesia a la que, en distintos años, habíamos concurrido en la condición de alumnos del querido Colegio Don Bosco.

Pasaron los años, cada uno en lo suyo. Pero con algunos puntos de encuentros. Desde siempre, lo veía (junto a Aldo Ucar) en la vieja tribuna de tablones de la Avenida Colón, siguiendo a Olimpo todos los domingos. 

Lo sabía vinculado a la Asociación Bahiense de Básquetbol, como consejero por varios períodos. Lo supe llevando adelante proyecciones cinematográficas, junto a otros amigos de la parroquia, en distintos sitios de la ciudad.

Un día como éste, 27 de octubre, en medio, con Elbita, de una costumbre habitual de su hogar, impensadamente lo sorprendió el llamado del cielo, con su lugar reservado inequívocamente.

Pasaron16 años de aquel triste momento, registrado sólo tres meses después que también Teresita, mi hermana mayor, se fuera a gozar de la Gracia Eterna.

Desde entonces, año tras año, se renuevan los recuerdos. Suelo compartirlos, cuando coincide, con las memorias de Elbita.


He intentado, muy desordenadamente quizás, evocar momentos felices (y también de los otros) que signaron una amistad perdurable. Escribí sólo recuerdos sobre Roberto Yañez, “Rulo”. Lo tengo presente, como en otros tiempos, para siempre…

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