MABEL Y SU CUMPLEAÑOS 80…

Recuerdos, según pasaron los años…

Repasar toda una vida no alcanzaría, por muchas líneas que escribiera.

La conocí recién en el año 1963, siendo que ella había nacido en el ’37.

Aun así, por sus relatos, supe de sus años niños y más jóvenes. 

Como vivía en el campo, le gustaban las “travesuras” propias del lugar. Como andar subiendo a los árboles, una de ellas.

Pero también tuve conocimiento de otra faceta: le tocó trabajar a la par de los mayores, incansablemente, pese a su juventud y a su condición de mujer. Algunos no tardaron demasiado en desconocer ese esfuerzo suyo.

Tampoco lo hicieron cuando emprendió, aquí, sus estudios de música, en los que puso toda su voluntad. Es cierto, además de concluirlos con éxito, le quedó un regalo que por aquellos entonces era un privilegio: el piano que todavía hoy luce en la casa que compartí con ella desde el ’69 y hasta el 2015. Trasmitió su vocación por la música a nuestras dos hijas mujeres. ¡Y cómo!.  

Su profunda fe y la práctica religiosa le acompañaron siempre. Desde los tiempos de la temprana misa en la iglesia del Sagrado Corazón de Jesús (Don Bosco), acompañando a sus abuelos maternos, casi de madrugada. 

Supo llevar la palabra de Dios a los hogares del barrio norte de la ciudad, desde su parroquia, con conocimiento pleno de lo que decía y de la mejor manera de proyectarlo a los demás, cualesquiera fueran las circunstancias.

En esa misión, la Providencia me “regaló” el don inapreciable de conocerla, cuando promediaba aquel ’63. 

A poco, cuando llegaba la Primavera, ya éramos novios. La visitaba, especialmente en el verano del ’64, en el campo conocido como “El Triunfo”, donde acompañaba a una de sus hermanas, cuidando de sus tres pequeñas sobrinas.  Imborrables momentos, aquellos.

Todo ese año fue de una experiencia muy fuerte, conociendo sus ilusiones y sus sueños, pero conjugados con los pies sobre la tierra, tales eran su espíritu y su criterio ante todos los avatares de la vida.

Había algo, en nuestros tiempos de novios, que nos decía, casi sin palabras, que era bueno, para los dos, vivir juntos. 

Nos comprometimos el 17 de octubre del mismo ’64 (se usaba por entonces). Y nos casamos, por el civil y ante el altar -con misa de esponsales- del Inmaculado Corazón de María, en el atardecer del 5 de febrero del ’65.

No puedo ocultar que, desde ese momento, viví lo mejor de mi vida; y anido la esperanza de que los 50 años que transcurrimos juntos, lo haya sido también para ella, gracias a la fortaleza que le permitía soportar un devenir nada fácil por la persona elegida para compartirla.

Tampoco puedo dejar de mencionar que supimos de momentos muy felices: como síntesis de los primeros 12 años de matrimonio, debo citar algunas fechas muy significativas: el 7 de febrero de 1966 nació Eduardo; el 28 de julio del ’67, Lucrecia; el 19 de noviembre del ’68, Claudia; el 26 de septiembre del ’72, Adrián; y un poco más tarde, el 22 de febrero del ’77, cuando Mabel estaba llegando a los 40, Mariano, el más chico, el regalo que nos trajimos de nuestra estancia de dos años en Trelew. 

Tengo que asociar otros dos hechos íntimos que nos marcaron profundamente: el 21 de mayo del 2002, nació Renata María, hija de Lucrecia; y el 18 de agosto de 2011, Diego Luis María, hijo de Eduardo.  

Descompaginando la cronología, debo apuntar algunos hechos “desgarrantes”, si se quiere aceptar la definición: en enero del ’76 nos fuimos todos al Chubut; y en el 95, sólo los dos, a Neuquén, en ambas ocasiones en razón de mi trabajo y a consecuencia de algunas desventuras olvidables.

Aun así, hubo más, en eso de demostrar que afrontaría las vicisitudes de mi vocación periodística por un lado; y de mi interés por la función pública. Las “sufrió”, ocultamente.

Pero como de ella se trata, sé, inequívocamente, que vio realizada su principal vocación: la de ser mamá, por cinco veces; también abuela, una misión que cubrió desde todos los ángulos y con una entrega total, llena de amor.

Su fe y el cumplimiento de todo aquello que signó su vida de católica práctica, la llevó a la preparación del culto diario en la parroquia de Nuestra Señora de Luján; a ser distinguida por la Liga de Madres de familia de la arquidiócesis: a elegir el Colegio Don Bosco para nuestros hijos varones; y a ser colaboradora permanente como integrante de Gramisal, como así como acompañante de los grupos salesianos de chicos en las colonias de Fortín Mercedes y Tornquist.

Siempre sintió predilección por la naturaleza, en el cuidado de sus jardines, por un lado; y en la elección de lugares, comunes, para el disfrute de períodos de vacaciones, como Monte Hermoso y Sierra de la Ventana. 

No viajamos mucho, pero sí lo hicimos al Uruguay (Montevideo y Punta del Este) en nuestro viaje de bodas; a Mar del Plata; Necochea y Miramar. Fuimos a Chile, durante una corta residencia de Eduardo en el país trasandino; y estuvimos, felizmente también, por la zona de los lagos.

Pero quizás lo que más caló hondo en su corazón fue haber cumplido su sueño de ir por unos días a Italia, y a la región de sus papás, en noviembre del 2013. 

Tuvo, esa vez, el privilegio de visitar la Roma eterna; El Vaticano y la Plaza de San Pedro, en donde dijo que todo para ella estaría cumplido con la presencia, en un domingo luminoso, a la hora del Angelus del Papa Francisco. 

Por aquella promesa del día de nuestro casamiento, confesó a Virginia, quien la cuidó con todo cariño en sus últimos tiempos, que me hubiera seguido adónde yo fuera, como síntesis de su amor entrañable.

Habría mucho más para compendiar estas historias de vida.

Se me ocurre, aun así, que la mejor expresión, como recuerdo eterno, es decir que Mabel fue, es y será el mejor regalo que Dios, en su generosidad, puso en mi camino.

Hoy, día del que hubiera sido (y lo es en el cielo) su cumpleaños 80, como siempre, la llevo en mi corazón.

Luis María











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