EVOCANDO AL ABUELO JUAN (BALLESTEROS), A 56 AÑOS DE SU PARTIDA


Hace 56 años años, un día como éste, 28 de junio, se apagaba la vida de Juan Antonio Ballesteros. Era mi abuelo materno. Panchita, mi mamá, era la única hija mujer de su primer matrimonio.

Eso hizo que, por aquellos tiempos, que no son los de ahora ni mucho menos, tuviéramos con él (lo digo en plural en este caso) una relación  distinta –no sabría como calificarla, porque no era ni mejor ni peor– a la que puedan haber tenido mis primos más jóvenes, hijos de las tías/tío que nacieron después, en su segundo matrimonio, con (Balbina) la que fue “abuela”, aunque en rigor era tía abuela nuestra, madrina mía en este caso.

Del abuelo Juan, que puntualmente llegaba todos los sábados a la tarde a visitar nuestra casa, junto a la más joven de las tías (Leticia) y los primos, puedo recordar su seriedad - propia de la distancia que separaba, entonces, a abuelos y nietos- no exenta de afecto. Trasuntaba, en sus charlas, una actitud adusta, puedo evocar, aún en la confusa evocación de tiempos muy lejanos.

Tras su paso por la entonces Dirección General Impositiva (hoy AFIP), de la que fue inspector en las primeras décadas del siglo que se fue, generó el “escritorio” (para la atención de temas impositivos) que fue, largamente, el más reconocido de la ciudad y la región. Estaba instalado en la sala mayor y dos más pequeñas de la que fue la inmensa casona de Roca 86 (extendida hasta el 90).

De esa casa, precisamente, puedo evocar el living y el amplísimo comedor que fueron siempre lugar de habituales reuniones familiares, porque era su costumbre convocar a toda la familia (y sus extensiones de parentesco) para encuentros que tenían hora de inicio pero nunca de terminación, salvo porque hechas en días de semana, suponían obligaciones laborales al día siguiente.

Recuerdo, sí, un hecho no poco común: había momentos en que, a horas de la mañana, llegaba la invitación para comer cordero al mediodía (porque había llegado un reiterado obsequio de algunos de sus clientes). Y una fecha en especial, el 14 de abril (Día de las Américas y feriado por entonces), que era la de su cumpleaños.

Volviendo al trabajo del abuelo Juan -compartido en aquella época con sus hijos Tito (Oscar) y Perico (Néstor), que siguieron su huella- hubo un hecho que me gratificaría muchos años después: en pueblos que visitaba con frecuencia por mi función periodística (y hablo, específicamente de Médanos, Tornquist y Coronel Pringues, entre otros) no eran pocos los que me resaltaban su trayectoria, reconocida tanto por los que eran sus clientes como por aquellos que se rozaban con su actividad por otros motivos afines. Sin duda, un motivo de orgullo, porque siempre es bueno y deseable comprobar, andando los años, el prestigio y la conducta de los mayores, aquellos de los que apenas conocía uno algunos pormenores sólo familiares.

Otro apunte, si, dentro de borrosas imágenes, es el que señala que algunas veces acompañamos al abuelo al viejo comité radical de Donado 354. No entendíamos mayormente de qué se trataba (mucho menos comprendemos la política actual), pero notábamos el respeto con el que se lo recibía.

Un día, hace 56 años, el abuelo se fue. Era 28 de junio de 1956 precisamente. Al día siguiente, quizás como podía ser costumbre (pero uno ignora si era así), después de darle sepultura, en el panteón de la familia Ballesteros-Isasi, volvimos a la casa de Roca 86 y allí estuvimos todo el día, casi como un homenaje a sus costumbres.

Cuando volvimos a casa, ya en el anochecer del 29 de junio, nos esperaba, en el barrio, allí en Thompson al 300,  la “fogata de San Pedro y San Pablo”, en cuya preparación habíamos participado como siempre. Pero, quizás, como última oportunidad de la que participaríamos, merecía otro ánimo...

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